29 de octubre de 2016

'Ben-Hur', fallido 'remake' en la era digital

EL libro de Pedro L. Cano Cine de romanos (2014) nos ha enseñado que una genuina película de romanos, para encuadrarse merecidamente dentro del género, debe contar con la necesaria presencia de un munus; dicho en términos cinematográficos, una escena espectacular del mundo antiguo. Un munus, dos al menos. En Gladiator teníamos la batalla de Germania y la lucha de los gladiadores en el Coliseo. En Espartaco, la lucha de gladiadores y la batalla entre las legiones romanas y los esclavos. En Ben-Hur, la batalla naval y la carrera de cuadrigas. 


Realizar un nuevo Ben-Hur en 2016 para la gran pantalla tiene, aparte del comercial, el único –pero precario– sentido de poner al día en la era digital los dos munera emblemáticos de la película tras los éxitos de las versiones de 1925 y 1959 (hubo una primitiva de 1907). Porque el resto del filme no soporta la comparación con el clásico Ben-Hur de Wyler, pese a su buen diseño de producción. Mucho menos con los cambios de guion que, si quieren distanciarse del precedente, no lo mejoran ni lo igualan llevando la psicología de los personajes por nuevos derroteros: Ben-Hur y Mesala no son amigos, sino hermanastros; Ben-Hur se casa con la criada; Mesala es nieto de uno de los asesinos de Julio César y debe resarcirse moralmente de tal ignominia… 

En cambio, como decimos, no defraudan las dos consabidas set pieces de esta película, que aquí están espectacularizadas al máximo de acuerdo con los nuevos tiempos y públicos juveniles: la carrera de cuadrigas, que es una efectiva combinación de planos objetivos y subjetivos, estos últimos dotados de gran intensidad gracias al uso de microcámaras; y la batalla naval, donde se nos muestra el claustrofóbico escenario del interior de la galera realzado por una muy adecuada fotografía. 

El resto, francamente, no apetece visionarlo; no apetece volverse a encontrar esos encuadres nerviosos e inútiles, muy en boga hoy en día, que aspiran a transmitir un dramatismo que debería emanar del propio guion y de la interpretación de los actores, no del movimiento de la cámara.  



Ben-Hur (2016)  
Pedro L. Cano Alonso, Cine de romanosMadrid: UCM, 2014, p. 16 y ss.
Ben-Hur (Timur Bekmambetov, 2016).

2 de agosto de 2016

'Donde aúllan las colinas'

NOS ha llamado la atención esta novela de Francisco Narla (Lugo, 1978) por varias y simples razones: por su brevedad, por no formar parte de una serie y por ser su autor español. Estos son requisitos que, en orden inverso y hoy por hoy, nos imponemos a la hora de leer una novela histórica de temática grecorromana.

Luego, hemos visto en ella una forma de narrar poco convencional. Ejemplo (pp. 14-15):
<< Eran hombres de rostros cincelados, con las trazas de haber sido engendrados en forjas. Encurtidos en sangre derramada. Asomando bajo los correajes, llevaban apiñadas cicatrices que mentaban guerras libradas en los confines del mundo. El tinte de rubia en sus capotes eran apenas un pálido recuerdo encarnado. Disciplinados, habían formado al borde de la arboleda. Y sus monturas, inquietas, cabeceaban más allá, sacudiéndose de los flancos el sudor del largo viaje.>> 
También el argumento se sale de lo habitual. En los días en los que Julio César ejerce el poder absoluto en Roma, un lobo va persiguiendo a una patrulla de seis hombres desde las «tierras mágicas» (p. 65) del noroeste de Hispania hasta el centro de Roma. El lobo se mueve por venganza, el grupo por lealtad; y en el fondo está la codicia de los poderosos. «Nos cazará, uno a uno» (p. 55), vaticina refiriéndose a la fiera uno de los personajes. Entre estos destacan el veterano centurión Lucio Trebellio y el trampero hispano Cainos; pero los seis hombres, además de César, están muy bien caracterizados, con precisión y economía de medios.

El protagonista en todo caso es el lobo. No un lobo corriente, sino un superlobo. Un lobo capaz de recorrer inmensas distancias y de orientarse en la caótica Roma (bien descrito el Esquilino, p. 109) para consumar su objetivo. Nos parece inverosímil, pese a que se diga, casi al final, que «no era más que un lobo» (p. 239); la novela se acerca entonces, posiblemente sin querer, a la fantasía (a la fantaciencia, respondiendo además a un esquema de thriller de persecución) y ya no nos resulta convincente.

El texto se estructura en escenas paralelas, exhibe un estilo conciso, vigoroso y tajante, contiene pasajes de sabor épico, sintaxis clásica (ablativos absolutos, predicativos), combinaciones léxicas inusuales, pero también incorrectas («granjear el paso», p. 22), ininteligibles («los años retiran confianza», p. 107), anacrónicas («una verdad incómoda», p. 171), extrañas («muerte vertida de a poco», p. 239) o infumables («el lobo negociaba la esquina», p. 209).

Descontados estos detalles, de Donde aúllan las colinas (2015) nos quedamos con las descripciones de lugares y personajes en el contexto clásico, el modo de narrar la historia, la originalidad de la trama y la intensidad y la pasión de su escritura. Por todo ello y más, merece la pena leerse y es altamente recomendable.


10 de enero de 2016

Seductoras mujeres de Roma

LA exposición Mujeres de Roma. Seductoras, maternales, excesivas (Madrid, CaixaForum, 4 nov 2015-14 feb 2016) se articula en torno a los distintos tipos de mujeres que fueron representadas en el arte romano (esculturas, pinturas, mosaicos, joyas, pequeña estatuaria), en el ámbito doméstico y privado, y se ilustra con 178 piezas, todas ellas procedentes del Museo del Louvre. El mundo femenino de la antigua Roma se ofrece a nuestros ojos a través únicamente de la información que nos proporcionan estas imágenes.

Los retratos de las mujeres romanas se nos muestran en bustos de mármol en los que cobra especial importancia el peinado, sujeto a la evolución de las modas, a la influencia de la emperatriz de turno o al uso de pelucas; sirve el peinado, a falta de otras precisiones arqueológicas, para fechar cada pieza en cuestión. Perviven, por otro lado, bellos retratos de mujeres pintados «a la encaústica» sobre paneles de madera.

Esposa y madre eran las cualidades más valoradas de las mujeres romanas. Como tales aparecen representadas en actitud ejemplar, púdica y noble y con vestimenta decorosa. Si la vida política y social estaba reservada a los varones, en el ámbito religioso la mujer cumplía un papel primordial en los cultos mistéricos consagrados a Ceres —los misterios de Eleusis—, en los que grupos de mujeres ofician rituales secretos relacionados con el ciclo de la agricultura y la fecundidad. 

Juno, Minerva, Diana y Venus son, además de Ceres, otras diosas a cuya protección acudían las antiguas romanas.

La castidad estaba amparada por Minerva y Diana, diosas castas y feroces que viven alejadas de los hombres y rehusan cualquier relación física con ellos. Son merecedoras de respeto precisamente porque no asumen las funciones de esposa y madre asignadas a la mujer romana. Minerva protegía las artes y a los artesanos y era también diosa de la guerra. Lleva escudo, lanza, casco y égida; gorgonas, grifos y serpientes eran signos distintivos de Minerva, la Atenea de los griegos.

Diana, hermana de Apolo, es cazadora, virgen y terriblemente celosa de su pureza. Vive en los bosques con sus compañeras y rodeada de perros. Porta arco y aljaba. Viste quitón corto que le facilita el movimiento en el mundo salvaje. Vela por los cazadores, que tienen la obligación de venerarla. Diana es la diosa protectora de las amazonas, pueblo mítico formado únicamente por mujeres que solo toleraban a los hombres como esclavos e instrumentos de perpetuación de su raza. Las amazonas mutilaban o mataban a los hijos varones y solo conservaban a las hembras, a las que extirpaban un pecho para servirse mejor del arco y la lanza.

Las fuerzas de la naturaleza (o numina) adoptan forma femenina en muchos casos. La Fortuna, dueña de los destinos humanos, porta el cuerno de la abundancia, y Selene rige los ciclos lunares. Son seres femeninos las estaciones (las Horas) y los vientos. La Victoria, que tiene alas y favorece a uno u otro bando, simboliza el triunfo y, si se pinta en la casa, el deseo de paz y prosperidad. Las ninfas aportan juventud y vitalidad a los ríos, que, ancianos como son, descansan echados en el suelo. 


Mujeres seductoras. En el orden espiritual, las Musas. En el orden físico, las tres Gracias y Venus. 

Las Musas representaban el perfeccionamiento del espíritu a través de las diversas artes y técnicas. Inspiran a quien las invoca, y su presencia en el espacio semipúblico de la domus propiciaba en el invitado la iluminación y el entusiasmo.   

Calíope, musa de la poesía épica
En Roma existía la tradición del simposio griego, donde se debatía sobre la naturaleza del deseo amoroso. En el Juicio de Paris se veía a una Venus victoriosa (Venus Victrix), y los generales romanos se encomendaban a su protección, si bien César y después Augusto prefirieron acogerse a una Venus progenitora (Venus Genitrix), como madre del troyano Eneas, héroe fundador del pueblo romano y del linaje (gens) del propio César.

En el arte, había distintos modelos de Venus, heredados del arte griego: la Venus púdica, la Venus desatándose la sandalia, la Venus de los jardines, la Venus Urania, la Venus Anadiomena (surgida de las aguas).

Las mujeres reales no aparecen desnudas. Desnudas, solo diosas o criaturas semidivinas, provocadoras de la seducción física, como las tres Gracias, que gozan de cuerpos perfectos, voluptuosos, llenos de gracia y armonía. Ya sea en las paredes de la casa, ya en espejos, se representan escenas mitológicas eróticas, como las parejas de Ío y Argo, Galatea y Polifemo, o Leda y Júpiter metamorfoseado en cisne. Son éstas fantasías que antes estaban reservadas al lupanar y ahora han invadido el espacio doméstico y cotidiano. 

Dioniso, el dios del vino y el teatro, vivía rodeado de mujeres. Aparte su madre Sémele y su esposa Ariadna, le rendían culto las ménades o bacantes (Baco era el nombre que los romanos dieron a Dioniso), que le siguen entusiasmadas (etimológicamente, 'poseídas por el dios') en sus fiestas orgiásticas y escandalosas. Las bacanales fueron prohibidas por el Senado romano el 186 a. C., pero Julio César, 140 años más tarde, las reimplantaría. 

Los cultos dionisíacos se desarrollaban en privado, y así aparecen reflejados en las paredes del famoso triclinio de la Villa de los Misterios de Pompeya, aunque también se ha podido pensar que lo que allí se representa son los preparativos de boda de una joven romana. A Dioniso le acompaña una escolta o tíaso conformada por sátiros y silenos procaces, y por las ménades, cuyas danzas extáticas se desenvuelven en un ambiente frenético.


Cuando se representa una mujer monstruosa, se hace como señal de advertencia: Medea (pues dio muerte a sus propios hijos para vengarse de Jasón) o Pasífae (que concibió un amor nefando con un toro) cumplen el papel simbólico de proteger la casa de criaturas nocivas, papel denominado apotropaico. Las sirenas, seres mitad mujer mitad pájaro, se convierten en antefijas de los tejados. La gorgona Medusa transformaba en piedra a todo aquel que osara mirarla a los ojos. Otro ser fronterizo entre la persona y el monstruo es Hermafrodito, criatura bisexuada que juega con el efecto sorpresa.

El recorrido por el mundo de la mujer en la antigua Roma a través de sus imágenes no ha podido ser más ilustrativo en esta magnífica exposición, cuyas explicaciones culturales hemos tratado de resumir en esta entrada.