COMO se sabe, a la fuente de Cibeles de Madrid acuden los hinchas madridistas a celebrar las grandes victorias futboleras de su equipo desde hace unos cuantos años. Ello se debe a que es el monumento más emblemático de la ciudad y se ubica en el centro de una gran plaza donde hay espacio suficiente para albergar a miles de sujetos enardecidos y, sobre todo, agua para darse un chapuzón en un tiempo ya casi veraniego. Y no, en verdad, porque Cibeles (debería decirse Cíbele, ay) sea reconocida por ellos como una diosa muy antigua y muy lejana y merecedora de todos los respetos.
Cibeles proviene de Frigia (Asia Menor) y pasó a Grecia como Rea; después a Roma, donde fue más popular. Era una diosa identificada con la naturaleza, la tierra y la fecundidad. Para los romanos fue la Gran Madre de los Dioses. En Madrid, desde el siglo XVIII, adorna la fuente a la que da nombre.
La diosa viaja en un carro tirado por dos leones (son Atalanta e Hipómenes, a quienes transformó en leones por haber hecho el amor en uno de sus templos). En la mano derecha lleva un cetro, en la izquierda una llave; en la cabeza, una corona de almenas y torres.
Los atléticos celebran sus títulos en la fuente de Neptuno, el dios del mar y de las tempestades, no lejos de la plaza de Cibeles. El Neptuno madrileño se yergue sobre una concha que arrastran dos hipocampos (seres marinos mitad caballo mitad pez), acompañados por delfines y focas. El dios sujeta su típico tridente en una mano, en la otra una serpiente.
El mimetismo de las dos aficiones salta a la vista y nosotros no entramos en quién fue la primera en acudir a cada fuente ni desde cuándo. Sólo queremos que hoy o mañana, Cibeles o Neptuno, no sean destrozados y se les reconozca como dioses de la mitología clásica, disciplina que, no por su culpa, ignoran no pocos de los que hasta ellos se acerquen esta noche después del partido.