5 de julio de 2014

Latín en verano

EL hispanista y gran biógrafo Ian Gibson (Dublín, 1939) lee latín bíblico en verano. Nunca lo habríamos imaginado, no por él, ni por su interés o gusto por el latín, sino por ser éste precisamente latín de la Biblia (la traducción Vulgata de San Jerónimo) y ponerse a leerlo en verano. ¿Latín durante el verano? ¿Latín eclesiástico?

Et creavit Deus hominem... (Gn 1, 27)

Así lo confiesa en el siguiente artículo de alabanza general del latín: 

LATÍN DE VERANO
Tuve la mala suerte de nacer en el seno de una secta protestante cuyo culto ignoraba de manera contundente el latín. El latín era de católicos, de la misa, del Vaticano, de los falsos cristianos con su Papa, su clero célibe, su transubstanciación, su nefasto sistema de confesión oral, su Virgen María, sus indulgencias, sus bulas, sus conventos... Nosotros, que nos considerábamos los auténticos siervos de Jesús, lo rechazábamos, remitiéndonos exclusivamente a la famosa versión inglesa de la Biblia conocida como del rey Jaime (The authorised king James version), ejecutada en el siglo XVII y reputada uno de los mayores monumentos del idioma.

Víctima de tal estulticia, terminé mis estudios universitarios sin haber abierto jamás la Biblia Vulgata. Y tardé unas décadas más en darme cuenta del grave perjuicio que había supuesto para mi formación cultural la exclusión de aquel latín eclesiástico sin el cual no se entiende nada de nuestro entorno. Exclusión que hoy atañe, irónicamente, a toda la cristiandad al haber sometido la Iglesia el —a mi juicio— inmenso, por no decir imperdonable, error de suprimir el latín en la misa y así contribuir al desconocimiento del idioma universal que hoy caracteriza a nuestros jóvenes. 

Universal, sí, ¿cómo ponerlo en tela de juicio? No puedo olvidar mi lectura, todavía adolescente, de un libro del autor anglofrancés Hilaire Belloc, El camino de Roma (The path to Rome). Libro que no he vuelto a ver desde entonces, aunque por internet me entero de que se sigue reeditando. No se trataba del camino hacia la verdad católica, sino de un viaje real —un peregrinaje— emprendido, a pie, por llanos y montes, desde el este de Francia (Belfort, si no me equivoco) hasta la ciudad eterna. Lo que recuerdo en especial es el elogio que se hace allí de la misa latina, de la misa que entonces se podía oír igual en el pueblo más insignificante de cualquier país de Europa —Belloc era un gran europeísta que en la propia catedral de San Pedro. Eso sí que era universalidad y, para los creyentes, un consuelo y un orgullo. De ello sabía mucho James Joyce, cuya deuda para con el latín de la Iglesia queda plasmada en la primera página del Ulises, con la parodia de la misa que corre a cuenta de Buck Mulligan («Introibo ad altare Dei...»).

El latín clásico era otra cosa... una pesadumbre para alumnos y profesores. ¿Cómo diablos hacer grato a los jóvenes el complejo idioma de Virgilio y Horacio, cómo convencerles de la importancia, necesidad u obligación de saber de nominativos y ablativos, declinaciones, verbos deponentes y gerundios? ¿Cómo ayudarles a sortear tanta dificultad gramatical? Un amigo mío tenía la respuesta: habría que cambiar el sistema de cabo a rabo y empezar con una mezcla de latín vulgar y latín medieval, con el latín que ya se hacía menos latín clásico, con más preposiciones y menos desinencias. O sea, que ya se iba convirtiendo en romance. Como ejemplo proponía la Cantilena de Santa Eulalia, de finales del siglo IX, considerada el primer texto literario francés. Recuerdo unos versos: «Buona pulcella fut Eulalia / bel auret corps et bellezour anima / voldrent la vaincre li inimi Dei / voldrent la faire diable servir». Para quien nace hablando francés o español o catalán... apenas necesitan traducción, de modo que pido disculpas: «Buena chica fue Eulalia / tenía un cuerpo bello y aún más bella el alma / quieren vencerla los enemigos de Dios / quieren forzarla a servir al diablo». ¡Pobre Eulalia! ¡Li inimi Dei! Un milenio más tarde Federico García Lorca retomaría el hilo. 

Perdonen ustedes la insistencia, pero quería romper una pequeña lanza a favor del latín, del latín del que todos nos nutrimos cada día sin apenas darnos cuenta de ello. Dicen que se trata de una lengua muerta. No es así. El latín actualizado está más pujante que nunca, es la no reconocida lingua franca de muchísimos millones de seres humanos. Parece mentira que se menosprecie, que se haya enseñado tan mal y que hasta la Iglesia lo tenga ahora abandonado. Si esta nota induce a alguien a abrir la Vulgata y hacer allí un pequeño descubrimiento veraniego, me daré por super satisfecho.

                                  Ian GIBSON, elPeriodico.com, 11-07-2011 

Gibson tiene escrita una novelaViento del sur. Memorias apócrifas de un inglés salvado por España (2001), que se presenta al lector como la autobiografía de un hispanista inglés. Un hispanista irlandés escribe una novela sobre la autobiografía de un hispanista inglés...: difícil no identificar a ambos, autor real y autor implícito, como la misma persona, y difícil no pensar que se trate más bien de una autobiografía disfrazada de novela en la que quizá sólo los nombres estén modificados.

En esta «autobiografía novelada», decíamos, Gibson (perdón, John Hill, su trasunto) revela la gran rigidez de principios de su familia metodista, que prohibía el alcohol, decir tacos y los juegos de azar, como enemigos mortales de sus estrictas costumbres. El presente artículo añade que el latín, por su vinculación cultural al catolicismo, era también detestable para los protestantes. Pero nada más lejos de los posteriores gustos del joven Ian.

Los profesores de latín que aparecen en la obra son recordados con gratitud por el protagonista. En la escuela de Greytowers, un tal Gardner, profesor de francés y de latín, le ayudó, sin darse cuenta, a desarrollar cierta aptitud para los idiomas. Greytowers estaba presidida por el lema o mote latino Per ardua ad astra 'Por caminos difíciles hasta las estrellas', muy del gusto de los anglosajones, que el director explicaba a sus alumnos diciéndoles que «el éxito en la vida se conseguía a base de voluntad y tesón y superación de los obstáculos».   

Más tarde, en Fernhill (un internado cuáquero mixto), Philip Wilson estimuló la afición de Gibson a la lengua latina. Aprendió de él que las lenguas romances no eran más que versiones actualizadas del latín.

Ya en la Universidad, el joven hispanista David Mansfield le hizo ir a las fuentes latinas subyacentes en obras de Rubén Darío, gran amante de la Grecia antigua y escritor del interés profesional de Hill. En el cuento de Rubén titulado «Palomas blancas y garzas morenas», de su libro Azul, aparecía un verso, Mel et lac sub lingua tua 'Miel y leche bajo tu lengua', que Gibson tuvo que consultar en el Cantar de los Cantares: fue así como, de paso, descubrió impresionado un delicioso poema de amor conyugal (Duo ubera tua sicut duo hinnuli 'Tus dos pechos [son] como dos gacelas'), recuerda con arrobo el escritor.


Tras pasar por París y Madrid, Hill acaba por establecerse, igual que Gibson, en España. En un pueblo de Andalucía encuentra una casa y un paisaje ideales para el inglés seducido y salvado que al final ya es por la cultura mediterránea española. En ese momento los poemas bucólicos y campesinos de Virgilio adquieren un nuevo sentido estético con su relectura en latín:
<< Leídos en Inglaterra, los poemas de Virgilio, con el azul del Mediterráneo al fondo, y su evocación de feraces campiñas bañadas de sol, provocaban una especie de intolerable nostalgia o añoranza de sur. Disfrutarlos ahora a dos pasos del Mare Nostrum, en un paraje bellísimo donde Venus había sido objeto de culto, era convencerme una vez más de que había hecho bien en huir hacia el mediodía. Y si las Églogas evocaban una Arcadia idealizada, más griega que italiana, con sus cantos alternativos de pastores amorosos, las Geórgicas demostraban que Virgilio tenía un conocimiento extenso y práctico del campo y de sus usos y productos. Gocé profundamente leyéndole, y mejorando al mismo tiempo mi latín>> (p. 247).
Se ve por tanto que el latín, clásico o eclesiástico, como las bicicletas, también puede ser para el verano.

Ian Gibson, Viento del sur. Memorias apócrifas de un inglés salvado por España, Barcelona: Plaza&Janés, 2001, pp. 50, 54, 60, 87, 247.