12 de enero de 2013

Pompeya, más cerca

TODO amante del mundo clásico debe tener en su agenda o en su bagaje cultural la visita a la antigua ciudad de Pompeya. Tendrá que acercarse a Nápoles y desde allí dirigirse (por ejemplo, en la ferrovia Circumvesuviana) a la ciudad que en el año 79 d. C., junto con las vecinas Herculano, Estabia y Oplontis, quedó sepultada por la erupción del Vesubio, uno de los volcanes más devastadores de la historia. Herculano y el Museo Arqueológico Nacional en Nápoles son también lugares imprescindibles de visita una vez emprendido este viaje. Los naturalistas seguramente suban también al cráter del volcán.

Antonio Carnicero, Vista de la erupción del Vesubio (1824)
En menos de tres días, Pompeya quedó totalmente enterrada bajo las toneladas de materiales volcánicos que vomitó el Vesubio. Luego, un manto de olvido cubrió la ciudad durante siglos. Hasta el año de 1738, cuando Carlos III de Borbón, el «rey arqueólogo», a la sazón rey de Nápoles y de Sicilia, sufragó las excavaciones que iniciaron la recuperación de la primitiva fisonomía de la ciudad; eso sí, fosilizada en los últimos instantes de la catástrofe. 

La Pompeya actual ofrece a nuestros ojos los barrios (insulae) y las calles (viae), con sus numerosas fuentes públicas, una casi en cada cruce; las villas (villae) y las casas particulares (domus), y, entrando en éstas, las preciosas pinturas y los mosaicos que decoraban paredes y suelos, hoy la mayoría en el Museo Arqueológico de Nápoles. En la Vía de la Abundancia se acumulan los talleres (officinae) las tiendas abiertas a la calle (tabernae): una hostería de comida rápida (caupona), un establecimiento de bebidas calientes (thermopolium), una lavandería (fullonica)... Las paredes de alguno de estos comercios muestran pintadas (grafitti) obscenas y de propaganda electoral. Una tahona (pistrinum) en buenas condiciones hay cerca del mercado (macellum). El prostíbulo (lupanar) más «lujoso», de dos plantas, se encuentra, haciendo esquina, no lejos de las termas Estabianas; dentro, pinturas eróticas para excitar a la clientela. Estos eran los espacios de la gente corriente y moliente. Ah, y las termas y el anfiteatro, los lugares de diversión más populares entre los pompeyanos. 

Thermopolium de Vetutius Placidus
Falta aún por excavar una quinta parte de Pompeya. Al mismo tiempo que se producen nuevos hallazgos, como los talleres de los perfumistas, asistimos alarmados a la degradación de la ciudad por culpa de las lluvias pertinaces o de la incuria de las autoridades políticas, responsables de que algunas casas y columnas se vengan abajo por sí solas o mientras se restauran.

Los objetos encontrados en Pompeya por los arqueólogos están en los museos y de vez en cuando se llevan a exposiciones como Pompeya. Catástrofe bajo el Vesubio (Centro de Exposiciones Arte Canal, Madrid, 6 diciembre 2012-5 mayo 2013), que muestra más de seiscientas piezas de la vida cotidiana, privada y social, de los pompeyanos. Fíbulas zoomorfas y de navicela, instrumentos quirúrgicos, hombreras y cascos de gladiadores, dados, fichas, monedas, ungüentarios y lámparas, estatuas itifálicas y falos-amuleto, la vajilla de plata de la inmensa casa de Menandro, pan y dátiles carbonizados... Entre las pinturas destacan el famoso retrato de una muchacha pompeyana, a la que todo el mundo conoce como la poetisa Safo, y una vista del puerto de Puteoli (Pozzuoli).


3 de enero de 2013

Gastronomía erudita

PONERSE el seudónimo de 'Caius Apicius' para firmar en los periódicos como crítico y erudito gastronómico es toda una declaración de principios (cultura, erudición, divulgación de calidad). Caius Apicius es el seudónimo que adoptó Cristino Álvarez (La Coruña, 1947) para dicha labor, y ya vemos que las iniciales del nombre del personaje coinciden con las de la persona.

Apicios hubo varios en la Antigüedad. El más famoso, Marco Gavio Apicio, vivió en tiempos de Tiberio. Por lo que nos cuentan Plinio, Séneca y otros, derrochó su inmenso patrimonio en comer por todo lo alto. Llevó su glotonería al máximo, al extremo de viajar a lejanos países en busca de pescados más grandes y más sabrosos. Al ver reducido su capital a «sólo» diez millones de sestercios, temiendo caer en la miseria y no poder satisfacer su gula en el futuro, se suicidó ingiriendo veneno en un banquete. Con estos antecedentes, más bien ficticios, no es de extrañar que se le haya asignado a él in toto el libro de recetas más antiguo que se conserva de gastronomía romana, De re coquinaria. Se trata, sin embargo, de una recopilación de recetas de distintas épocas y procedencias, y quizá sólo sean de Apicio las que se refieren a las salsas. Estas recetas antiguas inspiran a los gastrónomos modernos.

Hablando precisamente de glotonería, Caius Apicius —el actual, el nuestro— menciona en un artículo provisto de erudición clásica la voracidad bestial de dos emperadores romanos, HeliogábaloVitelio, a propósito del desayuno pantagruélico que dos tipos entrados en años devoraban en un Parador de Turismo. El periodista gastronómico no debe limitarse a degustar un plato, sino a transmitir por escrito el mismo placer o sensación que tuvo como comensal o como espectador, cosa que Caius Apicius consigue. 


Heliogábalo, Vitelio..., horribles emperadores polifágicos. A ellos podemos añadirles Maximino, que se bebió en un solo día un ánfora capitolina y comía cuarenta libras de carne o incluso sesenta (Historia Augusta XIX, 4, 1). Y Clodio Albino, que se comió en ayunas quinientos higos-pasas, cien melocotones de Campania, diez melones de Ostia, veinte libras de uvas de Labico, cien papafigos y cuatrocientas ostras (Ibid., XII 11, 2-3). Ahí es nada.

1 ánfora capitolina = 26,2 litros | 1 libra = 327,45 g | papafigo: pájaro que come higos