26 de noviembre de 2013

Venus pop

AFRODITA —Venus para los romanos— es la diosa más venerada de la Antigüedad y, por ser tan poderoso lo que representa (el amor, la belleza, la atracción sexual, la fecundidad), lo seguirá siendo de todos los tiempos. No como divinidad en sí, sino como fuerza vital e indudable aspiración de los seres humanos. 

Los griegos tenían dos versiones del nacimiento de Afrodita: la de Homero, que la considera hija de Zeus y la Oceánide Dione, y la más conocida de Hesíodo. Hesíodo la hace brotar ya hermosa de la espuma del mar formada por los genitales cercenados de Urano (aphros en griego significa 'espuma'). Y, en el Himno a Afrodita, el Céfiro la transporta en una concha hasta la isla de Chipre.

A partir de estas dos versiones, Platón (Banquete 180c) distinguía una Afrodita Urania o Celeste y una Afrodita Pandemo o Vulgar. Esto es, dos tipos diferentes de amor: el amor puro y espiritual, selecto y pederástico, y el amor carnal y popular «con que aman los hombres viles», que aman «más los cuerpos que las almas» y prefieren «individuos cuanto más necios mejor..., lo que el azar les depare».

En la Italia renacentista, Botticelli pintó El nacimiento de Venus (Uffizi, Florencia) poniendo en el centro del cuadro a una bella joven estilizada y pudorosa. Es una Venus celestial, neoplatónica, cuya imagen, sin embargo, ha sido fagocitada hoy en día por la cultura de masas para convertirla paradójicamente en una Venus popular, un icono del que los creativos artísticos acaban echando mano para elevar a la cima del sex-appeal a las "reinas" de la música pop.  












El último ejemplo de esto que decimos es el de Lady Gaga, que ha afirmado haberse inspirado en la Venus de Milo de Botticelli para su álbum Artpop (2013); erróneamente, porque si algún modelo tuvo presente el artista italiano para su lienzo no fue el de la Venus de Milo, sino el de la Venus de Médici. 

Unos años antes, las carátulas de los discos de las cantantes pop Christina Aguilera y Kylie Minogue se inspiraban también en la Venus de Botticelli. Christina Aguilera, en Lotus (2012), emerge con un fulgor incandescente de una flor de loto que hace las veces de concha venérea. Y Kylie Minogue se exhibe en Aphrodite (2010) —título bien explícito— sobre intensos tonos azules y blancos, que son los colores más representativos de las islas griegas del mar Egeo en las que antaño fue venerada y tuvo templos Afrodita. 

Quede para otra ocasión echar un vistazo a la influencia de esta Venus popular en el cine.


3 de noviembre de 2013

¿Por qué Grecia?

PRESTO especial atención a los artículos y pasajes de Mario Vargas Llosa que retratan a algún personaje literario o cultural de su tiempo, como el reciente sobre Martín de Riquer o aquel otro magistral sobre Julio Cortázar que luego amplió para la revista Claves con la valoración literaria del escritor argentino. Algunas veces, como las citadas, estos artículos son mucho más que obituarios (y nada rutinarios; no hay una sola línea rutinaria en ellos), puesto que trascienden las típicas características del género.

También son interesantes aquellos artículos que glosan o critican ensayos contemporáneos. De forma indirecta nos ponen al día de las corrientes de pensamiento que surgen en el mundo, aunque, como es sabido, desde una óptica conservadora, liberal, laica y cosmopolita. Uno de estos artículos político-culturales es el que Vargas Llosa dedicó no hace mucho a la helenista francesa Jacqueline de Romilly (1913-2010) y su obra Pourquoi la Grèce? (1992).

El escritor coincidió con la helenista en una cena, y en su artículo recuerda la fascinación que le produjo tanto ella personalmente como el libro que de ella había leído en el pasado, libro para el que reclama su lectura obligatoria. Cuando tantas veces expresa su discrepancia ideológica con otros intelectuales, en esta ocasión el premio Nobel de Literatura se rinde a las palabras y el pensamiento de Jacqueline de Romilly y al legado y los valores de la Grecia clásica, vigentes en la actualidad. Europa, concluye Vargas Llosa en este gran artículo, nació en Grecia y Grecia es el símbolo de Europa y no puede desaparecer engullida por la crisis económica y política.

 
¿POR QUÉ GRECIA?
En aquella cena, hace ya varios años, me sentaron junto a una señora de edad que cubría sus ojos con unos grandes anteojos oscuros. Era amable, elegante, hablaba un francés exquisito y, pese a que hacía grandes esfuerzos por disimularlo, en todo lo que decía y opinaba se traslucía una enorme cultura. Sólo a media cena advertí, por las grandes precauciones con que manejaba los cubiertos, que era ciega o, cuando menos, que su visión era mínima. Sólo después de despedirnos, averigüé que Jacqueline de Romilly era una gran helenista, catedrática de griego clásico en la École Normale y en la Sorbona, la primera mujer en ser elegida miembro del Colegio de Francia y una de las pocas representantes del género femenino en la Academia Francesa. 

El primer libro suyo que leí, Pourquoi la Grèce?, me deslumbró tanto como su persona. Aunque lo que dice y cuenta en él ocurrió hace 25 siglos, es de una extraordinaria actualidad y su lectura debería ser obligatoria en estos días para aquellos europeos que, espantados con lo que está ocurriendo en Grecia, su deuda vertiginosa, su anarquía política, su empobrecimiento pavoroso y la ascensión de los extremismos fascista y comunista en sus últimas elecciones, creen que la salida de ese país de la moneda única, e incluso de la Unión Europea, es inevitable y hasta necesaria. 

El libro cuenta cómo la joven Jacqueline leyó en sus años escolares a Tucídides y cómo la impresión que hizo en ella uno de los dos fundadores de la disciplina histórica (con Heródoto) orientó su vocación a los estudios de la Grecia clásica, a la que dedicaría su vida. El ensayo pasa revista, de manera clara, entretenida y profunda —rara alianza para una especialista— a ese milagroso siglo V antes de nuestra era en el que la historia, la filosofía, la tragedia, la política, la retórica, la medicina, la escultura alcanzan en Grecia su apogeo y sientan las bases de lo que con el tiempo se llamaría la cultura occidental. Homero y Hesíodo son bastante anteriores al siglo V, desde luego, y hay artistas, pensadores y comediógrafos posteriores a ese marco temporal. El ensayo no vacila en retroceder o avanzar para incluirlos en el legado griego, aunque el grueso de lo que llama “una visita guiada a través de los textos” se concentra en ese pequeño período de 100 años en que en el reducido espacio del mundo heleno hay como una eclosión frenética, enloquecida, de creatividad en todos los dominios del espíritu, con ideas, modelos estéticos, patrones intelectuales, inventos y descubrimientos, gracias a los cuales la civilización del logos tomaría una distancia decisiva respecto a todas las otras culturas del pasado y de su tiempo y, sin pretenderlo ni saberlo, cambiaría para siempre la historia del mundo. 

Jacqueline de Romilly muestra que en Grecia nacieron, o cobraron una realidad y dinamismo que nunca tuvieron antes en la vida social de pueblo alguno, los factores determinantes del progreso humano, como la democracia, la libertad, el derecho, la razón y el arte emancipados de la religión, las nociones de igualdad, de soberanía individual, de ciudadanía, y una manera absolutamente nueva de relacionarse el hombre con el más allá y con los dioses, además, por supuesto, de una idea de la belleza y de la fealdad, de la bondad y la maldad, de la felicidad y la desdicha, que, aunque con los inevitables matices y adaptaciones que ha ido imponiéndoles la historia, siguen vigentes. 

Maravilla que un pueblo tan pequeño y tan poco cohesionado políticamente, hecho de unas cuantas ciudades y colonias repartidas por Europa y el Asia Menor, que conservaban un enorme margen de autonomía entre ellas, un pueblo tan instintivamente reticente a conformar un imperio, a practicar el imperialismo y a someterse a la prepotencia de un tirano (como hicieron todos los otros) haya sido capaz de dejar en la historia de la humanidad una huella tan honda, tan presente todavía tantos siglos después, en tanto que casi todos los otros grandes imperios o civilizaciones —los persas y los egipcios, por ejemplo— sean ahora sobre todo, sin olvidar ninguna de sus maravillas, piezas de museo.

No fue un accidente, ni obra del azar, hubo razones para ello y el libro de Jacqueline de Romilly las hace desfilar ante nuestros ojos con la misma desenvoltura, belleza y elegancia con que su conversación me hechizó a mí aquella noche. Los diálogos socráticos y platónicos, además de una manera de filosofar, nos explica, enseñaron a los seres humanos que conversar, hablar en grupo, es una manera más civilizada y ética de convivir que dando órdenes u obedeciéndolas, una forma de la comunicación que reconoce o establece de entrada una igualdad de base, una reciprocidad de derechos, entre los interlocutores. Así fue surgiendo la libertad, desanimalizándose el hombre, naciendo de verdad la humanidad del ser humano. 

Esta demostración en Pourquoi la Grèce? no aparece como un discurso abstracto, sino a través de comentarios y de citas literarias, porque, como su autora no se cansa de repetirlo, todo aquello que constituye una cultura está esencialmente representado en sus obras literarias, y la verdadera crítica es aquella que escudriña la poesía, la narrativa, el drama, los ensayos que una sociedad produce en busca de esas verdades recónditas que alimentan su imaginación e impregnan las aventuras y los personajes a que sus artistas dieron vida para aplacar la sed de absoluto, de vivir otras vidas, de sus gentes. 

“Sin saberlo, respiramos el aire de Grecia a cada instante”, dice en una de sus páginas. No es la menor de las paradojas que los griegos, que nunca conquistaron a pueblo alguno y sólo combatieron en defensa de su libertad, hayan dominado luego discretamente al mundo entero, empezando por Roma, cuyas legiones creyeron apoderarse de Grecia sin esfuerzo, cuando, en verdad, sería el pueblo vencido el que terminaría por infiltrarse en la mente, el espíritu y hasta la lengua del conquistador. (El ensayo revela que, durante buen tiempo, fue de buen gusto entre las familias romanas contemporáneas de Cicerón y de Virgilio hablar en lengua griega). 

Es verdad que la Grecia de nuestros días es muy distinta de aquella donde se construyó el Partenón, en la que peroraba Solón y esculpía Fidias sus estatuas. En los 25 siglos intermedios su pueblo ha experimentado acaso más infortunios y catástrofes que la mayoría de los otros: guerras externas e internas, ocupaciones que por siglos acabaron con su libertad, tiranías y segregaciones que varias veces amenazaron con desintegrarla. Esta mañana leo en el International Herald Tribune una espeluznante descripción del estado de su economía, los grotescos privilegios de que han gozado en todos estos años sus armadores, banqueros y empresarios más prósperos, exonerados de pagar impuestos, y las fortunas que han fugado y siguen fugando del país hacia Suiza y los paraísos fiscales más seguros del planeta, en tanto que el pueblo griego se sigue empobreciendo, viendo encogerse sus salarios o pasando al paro, a la mendicidad y al hambre. 

Ante este panorama, lo que debería sorprender no es que muchos griegos hayan votado en las últimas elecciones por nazis y extremistas de izquierda; sino, más bien, que haya todavía tantos griegos que sigan creyendo en la democracia, y que las encuestas para la próxima elección señalen que los partidos de centro izquierda, centro y centro derecha, que defienden la opción europea y aceptan las condiciones que ha impuesto Bruselas para el rescate griego, podrían obtener la mayoría y formar gobierno.

Mi esperanza es que así sea porque, simplemente, Grecia no puede dejar de formar parte integral de Europa sin que ésta se vuelva una caricatura grotesca de sí misma, condenada al más estrepitoso fracaso. Europa nació allá, al pie de la Acrópolis, hace 25 siglos, y todo lo mejor que hay en ella, lo que más aprecia y admira de sí misma, incluyendo la religión de Cristo —una de las páginas más hermosas del ensayo de Jacqueline de Romilly explica por qué buena parte de los Evangelios se escribieron en lengua griega—, así como las instituciones democráticas, la libertad y los derechos humanos tienen su lejana raíz en ese pequeño rincón del viejo continente, a orillas del Egeo, donde la luz del sol es más potente y el mar es más azul. Grecia es el símbolo de Europa y los símbolos no pueden desaparecer sin que lo que ellos encarnan se desmorone y deshaga en esa confusión bárbara de irracionalidad y violencia de la que la civilización griega nos sacó. 

                               Mario VARGAS LLOSA, El País, 03-06-2012