30 de marzo de 2012

Salvó la vida por saber latín

A finales del siglo XVI Londres tenía unos 200.000 habitantes y al menos seis teatros estables (la Fortuna, el Cisne, el Globo, la Rosa, la Cortina y el Teatro), algunos autores eran también actores (como Shakespeare, la figura que se convirtió en la más destacada de esa época y luego de la Literatura Universal) y no pocos actores eran también unos consumados espadachines. En el duelo en el que desembocó una riña, el dramaturgo Ben Jonson mató al empresario teatral Gabriel Spencer, pero este a su vez, dos años antes, ya había apuñalado y matado en una pelea a un tal James Feake...


Jonson fue encarcelado y, tiene gracia, sólo se libró de la horca gracias a saber latín. Se acogió a una ley medieval eclesiástica invocando en latín el llamado neck-verse (salmo 51 del Libro de los Salmos: 'Miserere mei, Deus, secundum misericordiam tuam', «Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu misericordia»). La causa pasó de civil a religiosa, y fue así como el «bueno» de Benjamin salvó el cuello y la vida. 

James Shapiro, 1599. Un año en la vida de William Shakespeare, Madrid: Siruela, 2007, p. 32.  

24 de marzo de 2012

Sagrado latín

   

ESTOS son los textos que merecen ser coleccionados para componer una posible antología en defensa del latín: los de escritores y personajes que nada tienen que ver con el gremio de los latinistas. Y para encabezar esa colección, ningún texto mejor que el Sagrado latín de Juan Manuel de Prada

Me doy cuenta de que he escrito «defensa» en lugar de «alabanza», pero es que los tiempos están para defender, más que otra cosa, las lenguas y culturas clásicas. Antes se hacía a capa y espada en los despachos de los ministros socialistas pedagogizados o de los conservadores pusilánimes; ahora, habrá que volver a hacerlo ante la amenaza de los ultraliberales y los tecnócratas economicistas. En cualquier caso, siempre en peligro, como una especie no protegida a punto de extinguirse. 

Yo la vindicación o propaganda del latín la haré a mi manera —con cosas del pasado y del presente— en este blog, uno más entre los más de cuatrocientos sobre el tema que ya pululan por la Red.  

Para empezar, elogiando el artículo de De Prada. Me parece muy intenso, en su típico estilo grandilocuente (grandilocuente, pero preciso); un artículo lleno de nostalgia, emoción y gratitud. Una pequeña obra maestra del género del encomio.
        
SAGRADO LATÍN
Con legítimo orgullo, puedo decir que pertenezco a esa última generación de españoles que frecuentaron el latín en la escuela, antes de que un puñado de pedagogos o esbirros de la estupidez lo relegaran al desván de los cachivaches inservibles. Con legítimo orgullo, puedo asegurar que, sin el latín, yo jamás habría aprendido la minuciosa aritmética del idioma, esa melodía exacta e infalible que algunos llaman sintaxis, ese orden interior sin el cual la escritura sería un galimatías, una jerga sin leyes, sometida al capricho de los ignorantes. Con legítimo orgullo, puedo confesar que, si el latín no hubiese intervenido en mi adolescencia, jamás habría aprendido la vida íntima de las palabras, las conexiones sutiles que entablan, sus jerarquías secretas, su química indestructible, esa sagrada resonancia que las impregna, esa belleza trémula que las recorre y alimenta. Con legítimo orgullo, puedo afirmar que adquirí la música del idioma gracias al latín; luego, escuchando la verborrea de tantos políticos, he comprendido las razones que los impulsaron a desterrar el latín a un arrabal de olvido: no les convenía que ese fuego sagrado que habían dejado extinguir alumbrase a los demás. Tuve maestros que me infundieron el entusiasmo del latín y me contagiaron su arquitectura irreprochable. 

Tuve maestros que me ayudaron a escandir un hexámetro, a respetar las concordancias y distinguir un ablativo absoluto, estrategias que los zafios creen inservibles, pero a las que aún recurro, inconscientemente, cada vez que elaboro una frase. Tuve maestros que me iniciaron en la liturgia del latín y me descubrieron su herencia: ahora sé que nuestro idioma, esa argamasa dúctil que moldeo cada día al despertarme, no sería posible si no existiese un armazón previo que lo justificara, una relojería puntual que lo sostuviese. Por eso me sublevan quienes reducen al latín a la categoría de las reliquias, cuando su reino es –y seguirá siendo– el de la vida. 

Aún recuerdo el escrupuloso placer que me reportaba desentrañar una égloga de Virgilio, un discurso de Cicerón, un pasaje bélico de César; de repente, lo que a simple vista parecía una sopa de letras, adquiría esa claridad cegadora de las revelaciones, y uno se sentía capaz de seguir explorando el mundo, con el bagaje riquísimo de las declinaciones. Aún recuerdo aquel júbilo que me producía el hallazgo de un adjetivo solitario que concordaba con un sustantivo casi oculto, dos hexámetros más abajo. El latín tenía esa grandeza iniciática. El idioma surgía ante nosotros, incólume y sin embargo familiar, como una estatua de carne. Hoy contemplo con vergüenza esa labor destructiva que han emprendido algunos pedagogos, so pretexto de modernidad, hasta convertir esa estatua de carne en un montón de ruinas, y me pregunto: ¿Hasta cuándo la barbarie?                                            

                                        Juan Manuel de PRADA, ABC, 24-01-1997
                                       Reserva natural (1998), p. 173